domingo, 30 de octubre de 2016

Leyendas murcianas (4): La noche de San Juan

LA NOCHE DE SAN JUAN

(Leyenda de pavor y de muerte)

Con acento misterioso y palabra apagada y profunda, contaba la abuela cómo murió aquel joven que una noche de San Juan quiso acostarse con su novia. Después de haber saltado sobre las crepitantes hogueras —la abuela era habilidosa para bordar la trama— y haber bailado a corro alrededor del rescoldo, todos los jóvenes del caserío se recogieron a sus casas. Pero Juan, solo y cabizbajo,
caminaba desconcertado porque el diablo, que no duerme, ya lo había tentado en el más ardiente de sus deseos: el de acortarse con su novia en la cálida noche de San Juan.
Sabed, hijas, —proseguía la abuela— que en esa noche ocurren muchas apariciones y hay quien ve su propio destino reflejado en el espejo, si se atreve a mirarse, pues hay que asustar al miedo para llegar a tanto. Contaban que hubo quien se vio hecha una bruja en las espejeadas aguas de la acequia al resplandor de la luna; y otras que deseaban ver a su amante en el azogue del espejo, se vieron a sí mismas andrajosas y enlutadas y con una escoba al hombro. En esa noche de sortilegios y adivinaciones, muchas zagalas en edad de merecer quemaban la morada flor del cardo y la echaban debajo de la cama. Si a la mañana siguiente había florecido, es que el mozo en quien pensaban las quería. Algunas, coqueteando con el espejo, éste les devolvía la imagen de una cabra cerrera y pelicarda, causándoles un horror espantoso. Otras amasaban pequeños panecillos con unos papelitos en su interior donde iban escritos los nombres de sus posibles pretendientes y los esparcían en cualquier rincón de la casa. Después, palpando nerviosamente, tomaban uno al azar encontrando en él un nombre de muchacho al que, según la creencia, tarde o temprano, le gustase más o menos, unirían sus destinos.
Hay muchas leyendas como ésta, —agregaba la abuela— pero voy a continuar con la ya empezada, que oí siendo una niña, no sin erizárseme el pelo. Y la abuela, ahondando en su envidiable memoria, seguía diciendo:
—Aquella noche clara y cálida de San Juan, después de haber terminado la loca fiesta del fuego, vino una vecina de la misma edad, como todas las noches, a hacerle compaña a su amiga huérfana (porque, sabed, afirmaba la abuela, que esta es la leyenda de una honrada doncella). Mientras la huérfana revisaba puertas y echaba cerrojos, su otra vecina, de un modo casual, se puso a arreglar los flecos del cobertor, viendo moverse algo extraño debajo de la cama, reconociendo por el calzado y parte del pantalón mal ocultados, que el que allí se escondía era el novio de su vecina. Cuando la pobre huérfana volvió de asegurarse de la seguridad de su vivienda, encontró a su amiga que volvía a su casa. Alegó, para ello, que había olvidado unas cosas, que iba a recogerlas y que después volvería. Pero, en verdad, la muy mal intencionada, lo que pensó es que había un acuerdo entre su vecina y el novio, ocultándolo, por eso, debajo de la cama.
En vano esperó la pobre muchacha a su vecina durante muchas horas de la noche. Cansada de aguardar, decidió acostarse. Se sentó al borde de la cama y lentamente fue rezando una vieja y extraña oración que su difunta madre le había enseñado cuando todavía era una niña. Con sagrado y profundo recogimiento acabó sus jaculatorias con este sobrecogedor conjuro:

En la puerta de la calle, 
el Señor y su Madre.

En la del corral, 
la Virgen del Pilar.

En la cocina, 
Santa Catalina.

En la ventana,
San Joaquín y Santa Ana.

 En la cama,
 el Señor enclavado.
 Vamos a dormir,
 todos sin cuidado.

Y apagó el candil, dejando la casa toda envuelta en oscuridad y silencio.
Poco tiempo llevaría acostada cuando Juan, saliendo callado y acechador como un felino, empezó a tantear por encima de las colchas lo que él creía el deseado cuerpo de su novia. Desde un principio entró en temores y sorpresas, ya que, al tacto, se le presentaban unos pies y unas rodillas duras y frías, cuando no rasposas como de corcho o cartón. Aquella falta de elasticidad y calor de vida, lo achacaba a su nerviosismo. Y siguió palpando. Conforme iba cuerpo arriba, le desconcertaba tanta fría rigidez. Llegó a la cabeza, ligeramente cubierta por la sábana, intentando acariciar sus facciones en medio de la oscuridad. Empezó por manosear un pelo frío y desmadejado; y conforme iba buscando el lugar de la nariz y los ojos, se pinchó con algo parecido a espinos o abrojos. Súbitamente, como inducido por una corazonada, encendió el candil y se puso a descubrir las sábanas del lecho donde se había acostado su novia. Y sus desorbitados ojos, desencajados por el espanto, pudieron ver tendido a lo largo de la cama a Cristo Crucificado, con sus llagas en pies y manos, con su lanzada en el costado y su corona de espinas y ese gesto lívido y frío de la muerte.  Se había realizado el milagro:

En la cama,
el Señor enclavado.
Vamos a dormir,
todos sin cuidado.

De un manotazo apagó el candil y retrocedió atemorizado buscando la puerta de salida. En su instintiva huida alcanzó la puerta de la calle. Pero no pudo salir porque allí estaba el Señor y su Madre impidiendo la salida:
        En la puerta de la calle,
        el Señor y su Madre.

Salió precipitado hacia el corral; tampoco pudo salir porque en su gloriosa columna la Virgen del Pilar vigilaba la puerta: 

         En la puerta del corral,
         la Virgen del Pilar.

Desnortado y ciego, se encaminó hacia la cocina y allí se tropezó a Santa Catalina montando su guardia envuelta en sus gloriosas palmas de martirio:
         En la cocina,
         Santa Catalina. 
Entonces, como último recurso, se dirigió a la ventana, y cuál no sería su asombro cuando vio a San Joaquín y Santa Ana obstaculizando aquella última salida:
En la ventana,
San Joaquín y Santa Ana.

Con un temblor indescriptible, casi de inminente muerte, regresó de nuevo a la habitación donde su novia dormía convertida en Cristo Crucificado. Y todo seguía igual dentro de aquella casa: un asfixiante silencio y un coro de Santos y Bienaventurados vigilando sus puertas y ventanas. Se hacía milagro la oración y se cumplía en asombrosa realidad la invocación de la pobre y solitaria huérfana. Afuera, en la madrugada sanjuanera, ya cantaban los gallos, y Juan aún seguía en aquella casa aturdido por las visiones. En un nuevo y desesperado intento volvió a la puerta del corral, la que daba a los bancales arbolados y espesos de sombra. Pudo comprobar con verdadero alivio que la Virgen del Pilar ya había desaparecido, franqueando la puerta.
Aprovechando las últimas sombras de la madrugada, cruzando quijeros y cañares, esquivando caminos, ya transitados a esas horas, atravesando sendas, pudo llegar a su casa sin que ningún vecino lo viera, donde su padre, en vela, ya lo esperaba varias horas.
—¿De dónde vienes a estas horas, hijo mío? —preguntó el padre.
—Vengo del pavor y de la muerte, padre, —contestó Juan.
—No bromees, hijo, ¿de dónde vienes? —insistió el padre cariñosamente.
—Padre, no bromeo; vengo a morirme —añadió Juan todo estremecido.
Que cierren la puerta y las ventanas de mi cuarto; que no pase nadie a verme, decía, mientras un frío sudor le inundaba el cuerpo y un temblor casi epiléptico lo tenía azogado. Se acostó, y volviéndose cara a la pared, no volvió a probar bocado. Cuatro o seis días estuvo debatiéndose con la muerte. Un día, con hilo de voz casi imperceptible, de tan apagado, llamó a su madre y le dijo que avisaran al cura, pues quería confesarse. Y vino el cura a darle el Señor. Por el camino tocaban una campanilla anunciando el Viático, mientras los labriegos del lugar, dejando momentáneamente su faenas, se descubrían y se arrodillaban a su paso.
Al entrar en la habitación, el cura pudo comprobar que el mozo estaba en las últimas. Una pequeña mesa cubierta con unos blancos manteles hacía de sencillo altar. Rosas y claveles formaban una pequeña guirnalda en el centro donde fue depositada la sagrada forma.
Con moribunda voz, durante la confesión, el muchacho dijo al párroco lo ocurrido la noche de San Juan en casa de su novia, advirtiéndole que la vecina lo había visto. Para evitar habladurías e infamaciones, le rogó al cura que dijese en misa mayor su confesión una vez que él hubiese muerto. Quería salvar, con esto, el buen nombre de su novia, pues hasta su lecho de muerte se había filtrado el pérfido comentario que por boca de su antigua amiga corría por el pueblo.
Murió el pobre Juan. Y un hermoso domingo, en Misa Mayor, cuando estaban reunidos todos los feligreses, así lo dijo el cura ante la admiración de las gentes, que desde entonces miraron a la novia del infeliz muchacho como un dechado de pureza.

Todos los años, mientras vivió, llegado el día de San Juan, la abuela nos relataba esta leyenda o cuento.

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